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  • Foto del escritorLOS TRANSFERENCISTAS.

Sentido y diversidad: a propósito de Lacho

By Abdel Hernández San Juan

Al expresionismo y, sobre todo, al expresionismo abstracto, ha sido asociada siempre una cierta idea de terapia, si bien se trata de algo paradójicamente obviado con frecuencia por los discursos especializados sobre el arte. Por un lado, la idea de desfamiliarización envuelta en los procedimientos abstracto-expresionistas contiene, ella misma, componentes terapéuticos. Usualmente, nuestras representaciones, en tanto dependientes de patrones y esquemas de mímesis, repetición e imitación dados en la relación entre nuestro aparato formal, sintáctico y léxico (sustancias de expresión), y los objetos o formas en el mundo que nuestros lenguajes refieren y denotan, se impregnan de clichés, estereotipos y lugares comunes en los cuales se anidan y duermen rutinas perceptivas, nosológicas y retóricas, que empobrecen y limitan la capacidad de las mismas para ver y percibir más allá de lo que esos patrones sobre codificados estandarizan. Entendido así, desfamiliarizarnos de un modo habitual de representación, liberando, como es usual al expresionismo abstracto, la relación entre la materia del lenguaje entendida como sustancia de expresión y la referencia, ayuda a desrutinizar los modos en que determinadas representaciones se han anquilosado en sus patrones, intensificando nuestra capacidad de percibirnos y percibir de otros modos. Por ejemplo, aislar los sonidos onomatopéyicos entendidos como meras sustancias fónicas que acompañan usualmente nuestras vocales y consonantes, desconectando la pura fonesis (esa forma labial y respiratoria de crear el sonido, esa manera de arrastrar la lengua y distribuir la exhalación del aire envuelto en la expiración pronunciativa), pero onomatopéyicamente separándola como mera sonoridad de las vocales y consonantes a las que se los asocia, intensifica nuestra capacidad de autopercibirnos, resultándonos terapéutico ya que, al volver a percibir lo experimentalmente separado, se intensifica nuestra capacidad de producir nuevos sentidos donde antes no los veíamos.

Por otro lado, una cierta idea de terapia viene asociada al expresionismo abstracto, no por la vía de su extrañamiento disruptivo frente a la representación, sino ahora porque, visto desde el deseo de decir implícito a la relación entre el ser y su decir, acentuar nuestra atención a la expresión es liberar la sujeción a un imperativo pragmático e informacional que, al constreñir el lenguaje a un imperativo utilitario o funcional externo, inhibe en el mismo nuestra pura relación expresiva al lenguaje, la esfera de la noesis y la eidesis a que se refiere Derrida o expresiva a que se refiere Habermas.

Nociones, pues, como catarsis y terapia, vienen junto con la expresión abstracta, tanto en la plástica como en la música: géneros como el jazz y el rock, o la improvisación en general, o la literatura del automatismo psíquico que practicaban los surrealistas; escribir sin puntos y comas o alterar los bloques pautados de párrafos, liberando el recorrido escritural, como ocurre con el expresionismo caligráfico de Tomblý, caligrafías libres que entran y salen por cualquier lado del formato sin sujeción a márgenes.

Esta dimensión tan crucial del expresionismo abstracto parece haber sido olvidada por muchos. La obra visual de Lacho quiere re-llamar en nosotros este sentido primigenio de la relación entre expresión y terapia. Tampoco olvidemos que muchas veces lo que buscamos al revocarla no es otra cosa que el modo infantil que esa relación tiene aún en la vida temprana, invocando como adultos ese niño que puede aún estar vivo en nosotros, la capacidad de asombro, la curiosidad exacerbada implícita en un garabato.

Pero la sola catarsis, el separar los modos retóricos de las ideologías a que se hallan habitualmente sujetos, no es siempre garantía de una terapia completa, sino usualmente parcial. Sin una integración posterior que reúna lo separado por la desinhibición expresiva en una nueva síntesis, usualmente no se garantiza que, en el retorno a la repetitividad de los rituales y sus rutinas, esas formas no volverán al mismo lugar que tenían antes de ser desfamiliarizadas. Así, no pocas veces el efecto terapéutico neoexpresionista no pasa de suplir una función accesoria, necesaria en un momento de la terapia, pero limitada y sin asideros.

Por ejemplo, los movimientos corporales habituales, a través de los cuales los músculos y articulaciones se cargan de historias e inscripciones, pueden ser desinhibidos por los efectos desfamiliarizadores transitorios de un masaje así llamado en un sentido aún superficial: masaje terapéutico. Una vez conseguido el relajamiento, el cuerpo experimenta una desinhibición transitoria que reconforta, pero a los tres días o a la semana vuelve a ser el mismo cuerpo con los mismos movimientos y vuelve a anquilosarse tras las mismas historias e inscripciones que inhiben los músculos. El masaje terapéutico es así solo un aliciente momentáneo. Como dirían algunos respecto a lo simbólico, solo provee una solución imaginaria transitoria para contradicciones reales no solucionadas. Para que la terapia sea completa, tiene que haber una nueva síntesis, y esta última no es alcanzable sin una reintegración emocional y afectiva de la persona a través del razonamiento. Y este razonamiento, para poder operar la nueva síntesis, no puede ser ya expresionista abstracto.

Sin duda, puedes pasar toda tu vida dándote masajes semanales, y eso establecerá una terapia continua en tu vida. Pero es una terapia superficial, a través de la cual tus problemas, todos aquellos que te llevaron a recurrir a ella, seguirán siendo los mismos, no solucionados sino evadidos.

Con este argumento, las ideologías del realismo cuestionan el sentido último de la expresión abstracta. Ahora bien, se trata de mostrar a esas ideologías del realismo que la nueva síntesis no se consigue por medio de la representación, sino por medio del razonamiento abstracto no representacional.

Ahora bien, este razonamiento abstracto no representacional, para poder operar la nueva síntesis, ni expresionismo abstracto ni realismo representacional, tampoco puede ser un razonamiento escindido del análisis y la comprensión del afecto y la emoción, ya que sin estas últimas no es posible la reintegración del sujeto a una nueva síntesis, dado que en semejante modo la razón abstracta es ella misma una neurosis evasiva.

La terapia completa, por lo tanto, solo se alcanza por medio de un razonamiento abstracto que debe moverse entre lo teórico y lo empírico. A través del razonamiento teórico abstracto no representacional, el sujeto alcanza a comprender los problemas lógicos en los que se haya situado el dilema, pero estos solos no son suficientes. El sujeto también debe comprender empíricamente cómo, de acuerdo a su propia experiencia, afecto y emoción se han simbólicamente urdido dentro de esas formas lógicas.

Una vez comprendido en su forma lógica abstraída (teórica) y en su forma empírica vivida (experiencia), la terapia no está aún concluida, pero el sujeto sí está listo para emprender el camino de una terapia completa. Sin esta doble comprensión, la terapia es imposible.

El sujeto tiene que poder ver con claridad el problema lógico abstraído al punto de poder ser universal, como problema suyo o de cualquier otro sujeto, y luego tiene que poder comprender cómo está simbólicamente tejido en su propia experiencia.

Pero la sola comprensión no es toda la terapia, porque la emoción y el afecto están simbólicamente estratificados como los helechos en la madera, y el sujeto no tiene acceso a esas estratificaciones solo con la mera comprensión. Puede verlo un día a través del análisis y verse a sí mismo, lo cual ayuda, pero no desenreda la madeja estratificada por medio de la cual los simbolismos del afecto y la emoción se han urdido. Para desenredar esa madeja, el sujeto tiene que verlo en la razón abstracta y comprenderlo a través de su vida emocional.

De este modo, la razón abstracta dirige la terapia, pero la parte empírica de la terapia está obligada a ser experimental, y este experimentalismo restituye el lugar de la expresión. Solo a través de expresiones, el sujeto entra en contacto con emociones y afectos. De este modo, el expresionismo abstracto es solo un momento de la parte empírica de la terapia, un momento indudablemente importante, pues sin él no hay acceso al afecto, los sentimientos y las emociones. Sin embargo, como veíamos, es un momento al mismo tiempo limitado e insuficiente.

Usualmente, la nueva síntesis no se consigue si el sujeto no logra no solo interiorizar las formas lógicas abstraídas, sino también encontrar el modo en que el afecto y la emoción han de reorganizarse. Y para estos últimos, en el nivel empírico, la expresión es solo un vehículo. Usualmente, ninguna terapia tiene éxito si no se resuelve en la vida afectiva de la persona. Es esta última, en el amor, la que tiene la última palabra.

Nuestro amigo Lacho nos persuade a restituir la dimensión terapéutica de la expresión abstracta, sin duda usualmente olvidada y empíricamente significativa en lo experimental. Pero hemos de preguntarnos qué sentidos atribuimos a la transferencia.

El concepto de transferencia, usualmente vinculado al primer psicoanálisis y, sin embargo, de aquello que menos ha sobrevivido a la crítica, si bien es cierto que las transferencias participan en los modos en que los sujetos atribuyen significados a algunas cosas según el simbolismo menos manifiesto y, por lo mismo, latente que otros símbolos más asociados a sus apegos o dependencias, también ha mostrado ser, como decía Eco respecto a ciertas nociones, una palabra saco en la que significa cualquier cosa que pongas en el saco. Cualquier cosa podría ser vista como transferencia, incluso cuando se trate de otra cosa, derivando en facilísimo, o bien en aquello que condujo a Sontag a negar la interpretación. Si la interpretación transfiere, es mejor no interpretar.

Así, por ejemplo, tengo un ensayo teórico abstracto autoral sobre el ser y hablo individualmente con 10 artistas sin que se comuniquen entre sí. Cada artista, al leer el ensayo, piensa que es sobre lo que él o ella siente, pero resulta que todos creen lo mismo. Cada uno cree que es sobre él o ella. Y resulta que diez médicos, diez ingenieros y diez filósofos también creen, cada uno, que es sobre ellos, pero no es sobre ninguno.

¿Es esto transferencia? ¿Sería aquí la pregunta? Dado que todos somos cada uno un uno, pero a la vez somos múltiples muchos unos, podríamos decir que cada uno es a la vez un uno singular y un uno universal. Pero el uno universal ya no es sobre ese uno singular, sino sobre aquello que respecta a lo uno lógico de cualquier uno. Así, lo lógico abstracto universal se refiere a lo uno de cualquier uno, por lo tanto, al plural. Pero ese plural es lógico abstracto, no es ya ni el uno que cada uno siente ser, ni los muchos unos que entre todos forman. De modo que no se trata de una colectividad de unos en el ensayo, pues no es ni sobre ninguno, ni sobre cada uno, ni sobre todos.

Lo anterior se refiere a la relación entre transferencia e interpretación. El que interpreta lo que otro ha dicho, una novela o una obra de arte, por ejemplo, la misma obra de Lacho proyecta sus propios acervos de referencias culturales sobre el texto que ve o lee, considerando que su interpretación es el significado de la obra. Mientras, situados ante el hecho de que otros quince sujetos tienen una interpretación diferente, nos preguntamos cuál es entonces el significado en sí del texto visualizado o leído, e incluso nos preguntamos si el significado puede ser atribuido al texto o alguna vez ser otra cosa que siempre transferencia. Si el significado es siempre transferencial, entonces aprobamos que nada como el significado en sí puede ser afirmado, y por lo tanto, estamos negando la existencia misma de significados.

"Estos no serían otra cosa más que siempre transferencias y, por lo mismo, no existirían. Pero si solo hubiera significantes, que de por sí es lo implícito a la afirmación abstraccionista, material y abstracto expresionista, ningún sujeto podría hacerse explícito en la comunicación, lo cual es imposible, pues sin explicitación los sujetos no podrían hacerse entender y, por lo tanto, no sería posible la coordinación cognitiva del lenguaje con la experiencia en sentido pragmático. Si los sujetos no se hicieran explícitos, la vida social sería una sucesión de continuos accidentes. Tampoco sería posible la elucidación. La explicitación y la elucidación son contingencias cognitivas pragmáticas del lenguaje y los símbolos, sin los cuales no sería posible orientarse tanto en el soliloquio monológico como en la intersubjetividad dialógica. Por lo tanto, ni todo es significante ni todo es transferencia."

Tanto en el pragmatismo como en el cognitivismo, demostramos que la explicitación y la elucidación son contingentes, al igual que en la teoría semiótica donde existen códigos. Las interpretaciones pueden ser muy variadas y diversas, a veces entrópicas pero no descabelladas. ¿Cómo conciliar entonces estas dos verdades? Si las interpretaciones son múltiples y el significado es indefinible en el texto, dándose la transferencia como adjudicación o atribución de la interpretación por el significado, y cuando 15 interpretaciones distintas de lo mismo lo niegan. Pero al mismo tiempo, sin explicitación y elucidación no es posible coordinar lenguaje y mundo, lenguaje y realidad, lenguaje y acto. Se hace explícito que más allá del significado y la transferencia, así como más allá del significante y la forma, las cosas deben tener sentido.

Son contingentes, por lo tanto, los sentidos y no los significados. De hecho, no solo tenemos códigos y adecuaciones pragmáticas de arreglos interpretativos contingentes para el sentido en sus dos dimensiones: material de nuestros sentidos físicos (orientarnos en el mundo) e inmaterial de los sentidos significativos (el sentido que las cosas, lenguajes y experiencias nos hacen). Incluso sin sentido, no podríamos integrar nuestras percepciones con los objetos de nuestras percepciones. Nuestro sentido mismo de lo real y de la realidad no cristalizaría. Sabemos que nuestra percepción no es la imagen percibida; ambas cosas están separadas, pero solo el sentido que los objetos e imágenes nos hacen se ocupa de que integremos la percepción y lo percibido como una unidad sintética que cristaliza fenomenológicamente lo real. Solo así comprendemos hasta qué punto la idea misma de realidad y de mundo dependen del sentido.

Así, por ejemplo, uno se pregunta si Lacho nos invita al sentido que la transferencia tiene en el grabado y la fotografía, donde lo que se transfiere es la imagen por mimesis, como en la monotipia. Sentido, por cierto, paradójico respecto a lo idéntico, pues si las imágenes son una mismidad indiferenciada en su propia identidad, un ontos que coincide consigo mismo, entonces no deberían poder repetirse. Así, lo que se repite a la vez afirma lo idéntico en la repetición: su serie, su sello, su copia, su huella. Pero por ello mismo, también niega que su identidad sea una para consigo, pues si lo fuera, no podría repetirse. Como decía Hegel, la identidad es identidad eliminándose como identidad en la diferencia, y la diferencia eliminándose como diferencia en la identidad. La primera se quebranta en diferencia, la última se quebranta en identidad y, por lo tanto, se eliminan mutuamente, quebrantándose ambas en diversidad.

Otra idea de transferencia podría venir ligada a un cierto instintivismo que se percibe en el tipo de expresionismo abstracto de Lacho, un expresionismo abstracto pero impulsivo que no encuentra equivalencias ni en una expresión abstracta contemplativa de tipo filosófica o lúdica relacionada con el yo y la espiritualidad, como en Kandinski o Klee; no en una exploración heurística en torno a estados líricos del alma, como en el informalismo de Twombly; no una investigación filosófico-culturalista en torno a lo gestual en el lenguaje, como en el interés por los ideogramas en la caligrafía no alfabética de Asia o Medio Oriente, o el interés en lo auroral del gesto en Klein o el experimentalismo materico del dripping. Más bien, se trata de un expresionismo instintivo y temperamental que recuerda al expresionismo alemán, a pesar de no ser figurativo como aquel, debido a su relación con lo anímico y la adrenalina, más cercano a la idea de catarsis. Si es así, esto remitiría entonces a la noción de transferencia en el psicoanálisis, pero esta última requiere de la relación entre el psicoanalista y el psicoanalizado, relación que desaparece en el arte o se vuelve omitida y no explícita. Por ejemplo, ocurre en cierto cine, es de suponer que la obra psicoanaliza al espectador, pero también ocurre lo contrario: el artista, presentándose como víctima de la sociedad, se sitúa en la posición del paciente, invirtiendo el psicoanálisis y produciendo en la sociedad un sentido de culpabilidad por sus desgarramientos, donde el paciente psicoanaliza al psicoanalista, omitido este en el autoritarismo de la sociedad.

Pero nuevamente, aquí la transferencia sería una palabra saco. Si después de leer y estudiar a Lacan llegamos a una conclusión que lo salve, no solo porque Lacan supera a Freud, sino porque es luego superado por la misma diseminación del psicoanálisis que su obra supone ya dispersado, es que el inconsciente no es profundo e inaccesible, en cuya búsqueda debemos invertir largas, sinuosas y difíciles travesías, sino que más bien es superficial y visible, se ha distribuido y dispersado en la superficie del lenguaje, urdido como el helecho a la roca en la piel de los signos.

La terapia entonces radicaría en diferenciar un lenguaje en cuya piel visible del signo el sujeto no ha reconocido el inconsciente, lenguaje no hallado o carencia de lenguaje allí donde no se lo ha hallado, y un lenguaje hallado, hallazgo que presupondría el fin del inconsciente y con él, el éxito de la terapia.

Pero hallar un lenguaje o hallar el lenguaje es algo que nunca podemos dejar de hacer, pues sucesivamente requeriremos siempre volver a hallar un lenguaje o el lenguaje, y solo así es sostenible la terapia como algo permanente.

Las pinturas de Lacho incluyen, sin embargo, una dimensión, al menos en las piezas que he visto, ineludible y que considero, en ese hallar el lenguaje, es hasta el momento su resultado más interesante: la relación con la luz. En algunas de ellas, los claros que también pueden ser opacos emanan luz.

¿Será acaso esta luz el indicio de una crítica encaminada al lenguaje? Hegel decía que la luz es la presencia y que la razón va a tientas como la luz en las tinieblas, quizás por su deuda con el iluminismo. Pero la luz en Lacho no parece una luz llamada al lenguaje, aunque no la veamos sino como lenguaje, sino una luz dejada como quien deja un plano anterior visible en otro subsiguiente.

¿Por qué deja Lacho la luz? No la deja de lado, pues pasa y queda como una memoria en el siguiente nivel. A veces, solo a veces, ella es todo lo que hay entre las formas. ¿No se trataría acaso de llamarla al lenguaje? ¿Para que esos espacios desde los cuales ahora habla, como la voz del mudo desde los márgenes, encuentren su lenguaje? ¿Cómo sería el lenguaje de un mudo que recuperara la voz? ¿Acaso al principio solo onomatopeyas? ¿Qué ocurriría si esa relación con la luz pasase al centro? ¿Y se tornara en lo que hilvana, lo que eslabona, lo que da forma y pausas, lo que relaciona, lo que habla en las piezas?

Me refiero a M46H7lf.



En HR21Y8AD, distintos planos anteriores de materia van quedando traslúcidos como memorias en los sucesivos. ¿Se quiere con ello evocar una idea de memoria? ¿De qué memoria? No es obviamente la memoria como un recordar activo que llama mediante asociaciones a una vivencia anterior, pero tampoco una memoria pasiva acumulada como el inventario, el archivo o la colección. Parece más bien una memoria de cosas objetivas, no de la imaginación, como aquella que queda cuando vemos huellas de la pintura anterior en un muro tras el deterioro de su pintura subsiguiente. ¿Se trataría acaso aquí de discutir a qué memoria se refiere para hallar en ello su lenguaje?

En estas dos piezas, no se percibe aún, como en las restantes, una cierta estética de las formas tratadas como cachivaches o trastos, donde lo pintado parece la acumulación de todo lo borrado, como si las piezas fueran el borrar de piezas anteriores donde, por momentos, se perciben traslúcidas ciertas figuraciones luego borradas. En aquellos pueden ser aún agua o universos orgánicos e inorgánicos de la naturaleza o de cierto universo vivo. En las últimas, lo que vemos parecen cachivaches, como cuando se amontonan trastos, pero aquí de distintos planos borrados y rehechos. Esto desaura y mundaniza los indicios. Los planos o áreas de supuesta espontaneidad son vueltos a corregir una y otra vez, incluso remendados como formas por áreas de color que constriñen y localizan una anterior espontaneidad.

¿Se tratará acaso de seguir ese remendado como lo que hallaría su lenguaje? ¿Como un pantalón al que se le ven todos los parches? ¿De ser así, se trataría acaso de acentuarlo? ¿Pintar como remendar, la obra como algo remendado, como algo lleno de parches? No parece esto llamado al primer plano, no resulta del todo explícito, tampoco obvio. He debido llamarlo al lenguaje y, sin embargo, una vez llamado, vemos que está allí, aunque solapado.

¿Qué camino seguir? Es aquí que llamar al primer plano, ¿de qué hacer un lenguaje o el lenguaje? Y como tal, también responder a qué terapia se trata o se va a tratar, ya que Lacho nos ha persuadido a que hablemos de terapia. Me he referido aquí a las pinturas de gran formato. Hay otras, sin embargo, que pueden recordar lo mismo, algo en Dubuffet que parece desacralizaciones de la obra tratada como mera paleta.


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